Ayer se ha conocido la primera de las sentencias de una de las causas que pesan sobre el juez Garzón. La sentencia, dura a primera vista, despoja al juez de su condición y le inhabilita once años. No quiero yo analizar la citada sentencia, pero si, como cualquier ciudadano hacer alguna reflexión sobre ella.
La primera, es a cerca de la transcendencia mediática que ha tenido tanto el juicio como la sentencia. Lógico pensando que Garzón se autoconvirtió en una "estrella" hace muchos años. Sus actuaciones, valiosas muchas de ellas, siempre fueron seguidas y jaleadas por la prensa que seguramente pagaba así las innumerables filtraciones que siempre existieron en sus instrucciones.
No voy a recordar aquí, casos que instruyó en condiciones sospechosas. Los Gal contra sus compañeros de partido, justo cuando regresa a la carrera judicial despechado. Los crímenes del franquismo, sobre el que pronto recaerá sentencia y muchos otros que hoy son objeto de recordatorio en toda la prensa. Pero si quiero recapacitar sobre lo que esta sentencia deja al descubierto. Nadie, ni el juez, está por encima de la Ley y del Estado de Derecho. El fin no justifica los medios. Violar un derecho consagrado en nuestro sistema, cual es el de la defensa, atacando sus fundamentos más profundos, es a mi modo de ver de tal gravedad que justifica la dureza de la sentencia.
Es de agradecer que siete jueces del Supremo, desconocidos, por unanimidad, hayan fallado sin dejarse influir por el ruido que el propio Garzón y un sector de la política más carca y trasnochada de nuestro país han montado en su entorno.
Sonroja oir a Gaspar LLamazares, que no acata la sentencia... Estos son los demócratas que aceptan las instituciones cuando les favorecen.
No me alegro de la desgracia de Garzón. Si me alegro de que hoy en un tema complicado el Alto Tribunal nos da muestra clara de que se puede creer en la justicia.
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